“en decúbito supino”(Juan Goytisolo, Paisajes para después de la Batalla, 31).
Los últimos días a L le han zumbado los oídos.
Se tomó la presión como G ha recomendado. Nada raro. Sólo queda la inmersión en el mito: cuando se le calientan las orejas a uno, o se es el culpable del pedo que todos acusan o se ha estado hablando del pedorro. A L le cuesta mucho saber que se habla de él. Le incomoda. Es hermético en su vida cotidiana y más de dos ocasiones en pláticas larguísimas y entrañables la última consigna ha sido del interlocutor de L, por qué no hablas de ti, han dicho. Cree que puede ser posible.
Cree que puede que esté siendo motivo de charlillas intrascendentes. Sí. L se crucifica todas las mañanas en clase, no sería raro que los alumnitos dedicaran un rato para mentarle la madre en originales maneras, y también en las tradicionales. Sin embargo, esto se puede llegar a dudar. A la hora en que a L se le calientan las orejas los alumnitos del liceo ya deben estar en casa. Ya sus madres deben estarlos arropando. Ya ellos mismos deben estar con ganas de hacerse una paja o rezar el ángel de la guarda; también podría ser que sus jefes estén pensando seriamente en la mala influencia que es L para sus alumnos, pero joder, es imposible que, uno u otro u otro de los patrones tengan la desvergüenza de pensar en el trabajo a horas que son propias de las telenovelas; y a los que nos son fans de éstas, seguro aún les acecha el miedo por el destino de la selección sin “el Temo” como bien apunta A.Parece quizá más significativo el mensaje de J que esta noche L ha leído con cierta sorpresa, quizá éste arroje luz sobre el asunto de las orejas calientes. No es la primera vez que a J le hablan de L. No es la primera vez que a L le emputa saberlo. Una de las otras ocasiones, L lloró en el camino, perdió una tarjeta de nómina y era viernes.
Quizá esta vez tiene menos síntomas de trauma y quizá esta ocasión pude ser más insolente. Habrá algo de menos malo que aquella ocasión de la que L ni se atreve a mencionar. Aun borracho y muy de madrugada y hasta acompañado, cuando pasa cerca, sólo cerca del sitio donde lo otro sucedió, siente estremecimientos traumáticos. Ahora él sabe que no ha hecho nada para que hablen de él. O por lo menos, nada que recuerde. El mensaje acusa con una acusación triste a L de hablar mal de alguien de quien no se debe. Hacerlo es ser ingrato y desleal y no saber que se está meando fuera de la bacinica. L, lo sabemos es un pusilánime y es un imbécil en algunas ocasiones. Pero desleal o ingrato, no. No por lo menos conscientemente. No, por lo menos como empeño.
L, al contrario se esfuerza en no serlo. Si caben las lamentaciones son por él y para él. Si alguien carga al mundo es él y desde muy pequeño y solo y siempre culpable, siempre sometido a círculos en los que se sufre en silencio, muy cristianamente. L se lo piensa un poco más y encuentra, por ejemplo, que su tesis es sobre la culpa. Le jode entonces saber que, se dice por ahí que le atribuye la culpa a J de su suerte, que por lo demás J considera no tan mala ¡Joder! L también se cuestiona el porqué de que se vuelva a hablar de él en los sitios de los que por su propio pie y por salud mental se ha desterrado. Cuando ha vuelto es deliberadamente en plan de docente en busca de bibliografía; ni siquiera pide café, ni siquiera fuma ahí porque está prohibido ya, y L nota que las cosas han cambiado. L no es de ese sitio más.L pide respeto y profesa lealtad a J. También le informa que él sabe que está fuera y con ello le sorprende que J crea en L como centro de una charla. Lo descoloca que J siga pensando que L espera algo de él. L sabe, desde ya hace tiempo que de nadie se puede esperar nada. Lo ha aprendido de promesas incumplidas por su padre, de puñaladas traperas de desconocidos o de tristes descalabros con quien pensaba había algo más que camaradería. por ello es que el pacto de lealtad no exige absolutamente nada. Sólo complicidad y ya, sólo esta extraña y difícil sensación de saber que el otro vale la pena y ya. Nada de exigencias o de confianzas o de espera de ayuda. L no confunde más la lealtad con el salvavidas o el paracaídas que parece ver todo mundo en J. L lo ve a la distancia como un buen mentor que bebe mucho café y ya. Indudablemente lo admira y ya.
Quizá fue en una plática trivial, pero a L, nena de todos los días y susceptible bajo los efectos de la luna, le jode. No va a salir con la mamada de no querer saber quién fue, pues cree que ahora, como están las cosas tiene derecho de ir a exigir que le dejen en paz. Pide entonces a J que se dé cuenta de lo lejos que está ya de esas charlas, de lo poco interesado que está en ellas, de lo anónimo que debería de caminar, de lo indiferente que debería ser L para sus círculos. J debería saber que si no hay que le cause rémoras acerca de L, que si cree firmemente en lo que dice respecto a L, no hay por qué pensar en L; no tiene por qué venir a reclamar. J mismo dice que sabe que a L lo único que ha querido es ayudarle.
No más.
Si eso lo salva, debe creerlo y ya. Por su parte, L no tiene más que agradecimiento y querencia para con J. L por eso queda soprendido de que J crea y espere de L lo que dice que le han contado, cuando J sabe que L está enterado de lo alto que es para J la lealtad. Cuando L ni siquiera tiene contacto con gente cercana a J. L pasa la vida entre normalistas, preparatorianos, cafetines de provincia y caminatas hacia la chingada; lecturas largas, paseos en bicicleta y una ubicua soledad que sólo pone entre paréntesis gracias a encuentros fortuitos de la más extraña índole.
L recuerda, por ejemplo, aquella ocasión en la que Philiph, el imbécil aquel, dedicó sus empeños en joderlo. También recuerda que, puesto que J era nuevo ahí, y tenía ligas indeseables (cada vez más), a los dueños de Cuévano y su academia les estorbaba o algo así. Lo estaban persiguiendo. L estuvo ahí, muy ingenuo pero siempre dispuesto. L también estaba en problemas, tanto por él mismo como por verse asociado, por no se sabe cuáles motivos con J desde un principio. Los vivieron juntos, cada quien los suyos, y J lo debe saber. L estuvo solo, sí, por eso comprendía de cerca lo que a J le sucedía en aquellos días de febrero y marzo y mayo y abril del 2006, en los que también estuvo solo.
L aprendió en ese largo viaje a S L P en el que él conducía que, con J todo valía pito, sólo la lealtad contaba. Lo aprendió de verdad. No se explica cómo J pueda pensar que L guarda algo más que cariño por J. No, no se lo explica y le llena de rabia. Esto lo escribe cuando ve de cerca los recortes de periódico en los que JP hablaba de lo que le sucedía a él y a L. Sonríe un poco; se entristece más.
L lo vio por última vez a J en el verano. J se preocupó por el estado deplorable de L y por lo insolente de éste, pero debió de notar que L estaba en otra batalla ya. Ya no buscaba nada ahí, en donde la gente que dice de L lo que dice, en donde J seguramente se cansa de que le pidan. L no pide un carajo. L ni siquiera cree que se merecezca algo. Va de gane enfundado en su traje de docente y vagabundo. L sabe que no hay nada que buscar. L está en esta triste y angustiosa y dudosa lucha, la de la vida misma, ésta en la que estaba a un paso del precipicio y en la que, ahora, acusado de desleal, ha dado un trompicón hacia delante.
0 comentarios:
Publicar un comentario